Fútbol, fútbol, fútbol.
Esta es una de esas palabras que significan más de aquello a lo que estrictamente aluden. Si tuviéramos que enumerar las condiciones necesarias para el desarrollo de la vida sobre este planeta que nos soporta, creo que sin duda habría que incluir esta manifestación como una de las indispensables para muchos; al menos si atendemos al abundante número de partidos que se retransmiten a lo largo de la semana en buena parte de los países y los espacios que de igual modo ocupa este deporte en los diferentes medios de comunicación.
Ya es algo más que un deporte. Está alimentado por la política, o expresado a la inversa, la política se ha encargado de usar el fútbol como vehículo de ideas y vísceras, de energías e impulsos poco o nada racionalizados, de los que obtienen buenos réditos. El fútbol por tanto se mueve por impulsos cuasi primarios, aunque los que se hayan dentro de la manta verde deban emplear unas estrategias de juego prediseñadas y verter sobre el tapete sus capacidades físicas y psicológicas, con el objetivo de vencer al contrincante.
Más allá de las cosas que se subliman en este juego, de las partículas que filtra, me llama la atención la fuerza de atracción y la energía que emana. Y mi pregunta se aferra a un hecho que no consigo dilucidar: Convoca a tantas gentes y aúna tantos sentimientos ¿por su propia naturaleza o por la reiteración mediática ejercida machaconamente sobre sus simpatizantes, así como sobre sus detractores?
Como creador plástico, me conformaría que uno sólo de mis trabajos críticos, obtuviera la mitad, de la mitad, de la mitad de atención e interés que cualquier encuentro entre 22 efímeros héroes puestos de corto conduciendo un balón. El mio, o el de cualquiera de los artistas, literatos, científicos, y todo ese desatendido elenco de gentes que ponen su pensamiento, cultura y sensibilidad en liza para aportar a este mundo herido, remedios, cuidados, remansos de bien y prosperidad.
También atrapa mi atención el hecho de las banderas que se han colgado en los balcones de toda España. En este país, de bandera secuestra por unas ideas ya pasadas y unos gestos obsoletos, su símbolo ha sido alzado siempre por los vencedores de la que fue una desigual contienda fraticida, y por tanto mal vista y denostada por los partidarios de quienes tuvieron que bajar la cabeza, la dignidad y la vida. Así la seña, a pesar de ser la misma desde 1793 (salvo los escudos), gracias al fútbol ha sido arrebatada a sus captores y para las nuevas generaciones, sin el peso de la memoria histórica, simboliza nuevamente la totalidad de su patria, su identidad, su vínculo, sin la jodienda de ser visto como un franquista.
Claro que otra cosa sería catalogar estas manifestaciones de júbilo y camaradería, de firmes, extensibles o aplicables a la vida, más allá de la efervescencia futbolera. Un lujo sería para una nación que esas mismas energías provocadas, esos lazos y sentimientos de pertenencia, transgredieran dicho ámbito y se colaran en la estructura productiva, en la cohesión social (tan vilipendiada por los políticos y la economía), en los centros de trabajo, en la responsabilidad tributaria, en la educación, etc. Para ésta última supondría un espaldarazo de inabarcables consecuencias, así como para el futuro que se nos viene encima, que en nuestros adolescentes y niños calara el aprendizaje del trabajo en equipo, del esfuerzo para lograr objetivos, de la responsabilidad individual para el funcionamiento de un grupo, de la constancia y la dedicación y la convicción necesarias para alcanzar metas que nos hagan superarnos. Tan impagables serían estas enseñanzas, que dejarían en una minucia las primas que los "jugadores de la roja" van a recibir del gobierno de la nación, por haber llegado a la final del campeonato mundial.
¿Será todo espuma de cerveza a partir de las diez y media de esta noche?
David Gamella
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